Oh patria que del tiempo la corona
ciñes de siglos, llama y cicatriz,
Israel, del Edén sutil raíz,
luz que en la sombra de la historia entona.
Surges del polvo, ave que no abandona
su vuelo aun bajo el hierro más hostil,
y alzas, cual palma en desierto febril,
la fe que al trueno y al furor perdona.
Tus muros —Jerusalén, llama dorada—
son cifra de misterios y memorias,
donde el verbo florece y no se olvida.
Y aunque el mundo tu nombre haya escarnecido,
brilla tu estrella, intacta, despiadada,
sobre las ruinas, madre de victorias.
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